Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde El pasa.
Con inmenso amor mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus
ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El
alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.
En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo
un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad
divina.